Reacciones desproporcionadas (2)

El desgraciado que se comió el semáforo no tiene perdón alguno. No sólo asustó a la viejita que iba cruzando por su paso de cebra, sino que produjo el choque múltiple por los frenazos intempestivos. Bastó esta somera explicación para que UNO emprendiera una espectacular persecución de aquel infractor. Convencido de ser un excelente piloto y un buen ciudadano, iba acomodado en su asiento con la mano firme en el volante, su cara descuadrada, los ojos desorbitados y una sonrisa de cazador experto. Los 120 de su coche, velocidad más que prohibida en una ciudad y sólo interrumpida por ráfagas por encima de los 140, lo llevaban alocadamente tras el innombrable. Sucedido lo inevitable y previsible, y mientras la policía y los bomberos realizaban sus respectivos trabajos, UNO rodeado con una frazada de hospital y sentado al borde de la puerta de la ambulancia, trataba infructuosamente de explicarle, con su voz suave y un tanto retraída de toda la vida, a familiares, vecinos y amigos, del porqué de su transitoria transfiguración. Pronto UNO olvidó lo sucedido, pero tal como había venido sucediendo desde que era niño, aquellas emociones precursoras de esa metamorfosis recientemente sufrida, afloraban con facilidad cada vez que las pelis del televisor le escupían escenas de injusticia. Gritos y puños al aire siempre terminaban siendo parte de los guiones.